Pero, ciertamente, la proeza no era nada nuevo. Mucho antes, Lanza había conseguido escapar de otro pozo, mucho más profundo y peligroso.
Por muy lejos que vivan de Barcelona, seguro que han oído hablar alguna vez del barrio de La Mina. Incluso puede que lo hayan visto. Los más jóvenes, a través de algun reportaje tan de moda en televisión en estos últimos tiempos, en que los reporteros, cámara en mano, recorren lugares marginales a la caza de la exposición de la miseria. Otros, más veteranos, lo podrán recordar como escenario de las correrías de El Torete y sus compinches en la ola de cine quinqui que sacudió España a finales de los setenta y principios de los ochenta. Perros callejeros. Delincuencia y droga. En ambos casos, en dosis generosas. Dentro y fuera de las pantallas.
“Vivíamos justo en el centro del barrio. Al lado del campo de fútbol y del ambulatorio. En casa éramos ocho personas embutidas en un pisito de 60 metros cuadrados, con tres habitaciones y un lavabo”, explica, con la mirada serena, el verbo tranquilo y unas maneras tremendamente educadas, mientras habla de una infacia en un entorno tan difícil. “Me pasaba el día jugando en la calle y vi absolutamente de todo. Lo más normal era ver coches pasando a 200 por hora. También había mucho toxicómano que venía a comprar al barrio. Gente que entraba al ambulatorio sangrando por culpa de un balazo o un navajazo. Y un par de veces me encontré con un montón de policía rodeando el edificio, apuntando con sus armas mientras otros agentes realizaban una redada”, recuerda. Su secreto para sobrevivir inmune a todo aquello tenía forma esférica. “Me evadía gracias a la pelota. Aquello me salvó”, remata.
Así fue. De la mano de su tío materno, Manolo, aprendió a centrarse únicamente en el balón y dejar de lado otras influencias. “Con tres años, ya me hacía entrenamientos con ejercicios de mayores”, detalla. Enseguida empezó a destacar en el mejor equipo de la zona, el Trajana, donde llegó con tan sólo cinco años. Luego, pasó por el Club Esportiu Sant Gabriel, uno de los clubs de formación de más prestigio en Catalunya. A los 12, los técnicos del Barça pusieron el ojo en aquel zurdo insolente. Y fue entonces cuando se fijó su primer objetivo. “Me di cuenta de que lo que pasaba en mi barrio no era normal y me propuse salir de allí lo más pronto posible. Entre los entrenamientos y los partidos, pasaba mucho tiempo fuera. Y a esa edad empecé a ver que los niños con los que antes jugaba a fútbol en la calle ya estaban por otras cosas. Cuando sales de ese entorno y te das cuenta de la realidad que has vivido, te crea un trauma. Te preguntas por qué te ha tocado crecer en un sitio así”, reflexiona.
Ingresó en las categorías inferiores blaugrana casi al mismo tiempo que Andrés Iniesta, compañero de quinta. Su tío le acompañaba a todos los entrenamientos, era su guardián en los interminables trayectos en autobús en los que se recorría de punta a punta la ciudad. Su progresión fue buena hasta que llegó el momento de dar el salto del juvenil a los filiales. No conseguía pasar del Barça C. “El entrenador del B era Pere Gratacós y no me quería. Y entre eso y una lesión de pubis que me tuvo seis meses parado, no había manera de avanzar. En tres temporadas, sólo jugué tres partidos con el B. Aquello fue mi tumba”, asegura. Lo mejor de todos aquellos años fue poder salir del barrio definitivamente. Aunque fuera gracias a una mentira. “Primero fui al colegio de La Masia. Y luego dije que mis padres se habían trasladado definitivamente al cámping de Tarragona donde sólo pasaban unos meses para conseguir que me dejaran vivir en un piso del club con otros tres compañeros”, confiesa.
Lanza, en su entrevista
El sueño azulgrana se acabó la temporada 2004/05. Con 21 años y varado en el C, decidió salir. Pero su despedida fue a lo grande. Jugó un amistoso con el primer equipo en Lleida, al lado de ilustres como Larsson, Motta o Edmilson. Y después se enroló en la gira por Asia para cerrar la campaña. Hizo un buen papel, puesto que le ofrecieron la renovación. Pero Lanzarote no quería seguir con la mismas -y pocas- opciones reales de futuro. “Juan Carlos Pérez Rojo se hacía cargo del segundo filial y quería contar conmigo, pero no podía estar otro año más así. Además, había perdido la confianza. Creía que había llegado a mi tope, que no podía progresar más y que a partir de entonces debería buscarme la vida en Segunda B o Tercera”, lamenta.
Sin embargo, acabó recalando (quién sabe si por aquella buena actuación en el amistoso) en el Lleida, entonces en Segunda, y con un contrato de tres años. Se abría la puerta del fútbol profesional. Pero sólo por un momento. “Fue un salto muy grande… pero para caer más fuerte. Descubrí que fuera del Barça hay otro mundo totalmente diferente y me costó adaptarme. Empecé sin jugar. Luego conseguí hacerme un pequeño hueco [ocho partidos de Liga y cuatro de Copa], pero después volví a salir del equipo. Y decidí marcharme”, expone. Así empezó el peregrinaje, la cuesta abajo sin frenos, que le llevó de nuevo a la Tercera División tras un puñado de malas experiencias.
Como la del Atlético de Madrid B, su próximo destino. “Un desastre. Aquello no era un equipo, eran únicamente 20 personas que se cambian en el mismo vestuario y donde cada uno va a su bola”, asegura, contundente. Jugó 12 partidos antes de regresar a Lleida la temporada siguiente, con el equipo de la Terra Ferma ya descendido a Segunda B, pero ni siquiera así pudo asentarse. La primera mitad de curso se saldó con seis apariciones. Le rescindieron el contrato, perdonando el año y medio que le quedaba. Y, sin cartel, parecía condenado a bajar otro escalafón. “No me salía absolutamente nada. Ya iba camino de Girona, que estaba en Tercera, para firmar, cuando me llamó mi representante diciéndome que había conseguido una oferta del Oviedo. Así que paré el coche, cambié de dirección y me fui para Asturias”, cuenta. Para variar, aquello tampoco salió bien. Jugó nueve partidos, metió dos goles y el equipo acabó perdiendo la categoría. Para colmo de males, le dejaron de pagar parte del dinero prometido.
Casi aburrido del fútbol, comiéndose los ahorros, decidió volver a Barcelona en busca de un equipo donde poder relanzar una carrera que se marchitaba. “No me quería nadie. Mi representante me ofreció a todo el mundo, pero ni siquiera al Miapuesta Castelldefels le interesaba. Al final, tuve que mirar para abajo y aceptar la oferta del Sant Andreu, que me daba lo que me daba en Tercera. Pero era lo único que había. Era como volver a empezar. Un todo o nada”, explica. Y salió cara. Fue entonces cuando, jugando casi sin presión, sintiéndose importante, volvió a reconciliarse consigo mismo. El equipo subió y Lanza empezó a destacar de nuevo. Metió ocho goles, aunque lo mejor estaba por llegar.
Lanzarote relanzó su carrera en el Sant Andreu con goles como este.
Y es que el Sant Andreu vivió dos años de auténtico esplendor, en los que sólo faltó la culminación del ascenso. La tempoarada 2008/09 los andreuencs, de la mano de un Lanza estelar -13 goles en 34 encuentros sin abandonar la banda-, quedaron terceros y se metieron en el playoff, donde caerían en primera ronda con el Alcorcón. Tras empatar a cero en casa, los alfareros se impusieron cómodamente en su campo por 4 a 2. Al año siguiente, el club configuró una plantilla de auténtico lujo para la categoría, con nombres que después han acabado más arriba, como los de Abraham Minero y Edu Oriol (ahora en el Zaragoza), Luso (Girona), Rueda y Miguélez (Alcorcón), Máyor (Ponferradina). Todos ellos, mezclados con veteranos como el punta Keko o el portero Morales consiguieron elaborar un juego sólido y vistoso. Campeones de grupo, tenían el ascenso a un solo paso, pero todo se torció de la manera más cruel, en una tanda de penaltis interminable en El Toralín. “Hubiéramos subido sin entrenador. Pero a Natxo [González, el técnico del equipo] le pudo la presión”, afirma Lanza. Su relación con el míster, tensa durante toda la campaña, se deterioró hasta el punto de dejarlo fuera de la ida en la última eliminatoria ante el Barça B. El equipo cayó 1-0 en el Mini tras un penalti más que dudoso señalado a Nolito. “Luego, cuando estábamos concentrados antes del partido de vuelta, me llamó y me dijo que, si yo quería, iba a ser titular. Era una manera de traspasarme la presión”, sostiene. El Sant Andreu fue incapaz de superar al filial azulgrana y, tras aquello, se produjo una auténtica desbandada en la plantilla. Fin de ciclo. Empezaba un nuevo culebrón.
Pese a las dos buenas campañas que había protagonizado, a Lanzarote no le apareció ninguna oferta interesante, ningún proyecto que le resultara ambicioso. Incluso llegó a meditar la posibilidad de irse a Ecuador, en una situación un tanto surrealista. “Ángel Gómez, un técnico del Espanyol, contactó conmigo vía Facebook para llevarme para allí. La idea era jugar seis meses en un equipo de Segunda de aquel país, para luego incorporarme al Barcelona de Guayaquil. Al final, aquella operación no se hizo… pero solo porque, con la diferencia horaria, se cerró el plazo de inscripción de jugadores. A saber dónde estaría ahora si me hubiera marchado para allá”, reflexiona. Finalmente, aceptó una propuesta del Atlético Baleares… en el que solo duró doce días.
“Llegué a mediados de agosto y me encontré un equipo muy flojo. Había muy poco nivel y el club estaba muy poco organizado. Así que llamé al representante y le pedí por favor que me sacara de allí”, confiesa. Además, no conseguía encontrar piso. Las agencias, al enterarse que era un jugador del Atlético Baleares, exigian el pago por adelantado de todo el año. No se fiaban de la solvencia económica del club. La historia acabó con Lanza firmando por el Eibar en el último día de plazo de fichajes, pagando su cláusula de rescisión tras haber llegado a debutar en Liga con el equipo. Los palos por parte de la directiva del club mallorquín se los acabó llevando su pareja, Rebeca, la chica que le acompaña desde la época del Barça C. Una bloguera de mirada transparente que no tuvo reparo alguno en cargar con las culpas de una operación que acabaría siendo beneficiosa para el jugador.
Y eso que Lanza no pegaba para nada en el fútbol vasco. Lo suyo era inventar, no fajarse en el barro. Pero, contra todo pronóstico, su adaptación fue inmediata. Y tremendamente efectiva. En su primer partido como titular marcó dos goles en una remontada del equipo en Mieres. Era finales de septiembre y empezaba una relación de auténtica admiración mutua entre jugador y aficionados. “Todos los futbolistas deberían pasar un año por el Eibar. Te sientes querido, arropado por la gente del pueblo, que te hacen ver que eres uno más. Te animan, te chillan, pero luego te vas a tomar una cerveza con ellos. Te hacen ver que no eres mejor que nadie por el hecho de ser jugador”, argumenta. El Eibar, como había logrado el Sant Andreu el año anterior, se alzó con el campeonato de grupo de Segunda B. Y también se quedó con la miel en los labios. El Sabadell se impuso en la eliminatoria de los campeones. Y, en la repesca, el Alcoyano eliminó a los vascos en un partido que acabó en tangana. Lanza marcó los dos goles del conjunto eibartarra en aquellos playoff. Un premio de consolación tras una nueva frustración. Su destino parecía ligado la categoría de bronce. “Era el gafe del playoff. Pero sabía que, tras aquel año, que fue muy bueno [11 goles en total], tenía que aparecer alguna cosa, por fin, de superior categoría”, asegura.
No se equivocaba. Le llovieron ofertas de los equipos punteros de Segunda B, alguna del extranjero y un par de Segunda. Finalmente, tras un primer contacto con el Recre, firmó por el Sabadell, no sin ciertas reticencias por una simple cuestión de orgullo. “Me fastidiaba ir a un equipo que me había privado del ascenso”, reconoce. Sin embargo, aquella fue la mejor decisión posible. De la mano de Lluís Carreras, Lanza se reecontró, años después, con un método de trabajo y un sistema de juego con el inconfundible sello de La Masia. Justo cuando parecía que ya no iba a volver nunca a la categoría de plata, se convirtió en una de las revelaciones del campeonato. Su repertorio de recursos parece no tener fin: faltas directas, quiebros, asistencias… en la Nova Creu Alta han vibrado con un jugador que se ha acabado conviertiendo en el máximo goleador del equipo, con nueve dianas. “Era demostrarme que tenía el nivel para estar en una categoría en la que no me habían dejado jugar antes”, afirma. Y el agradecimiento a Carreras es sincero. “Le respeto muchísimo y le admiro como persona y como entrenador. Se lo he dicho personalmente. Le estaré eternamente agradecido por esta temporada”, concluye.
Acaba el curso y el futuro de Lanza es una incógnita, aunque, llegado el caso, parece claro que el futbolista llegará donde se proponga. Se encuentra en una edad dulce (28) y su tenacidad está más que demostrada. Si aparece alguna piedra más en el camino, la sorteará con un golpe de cintura y la misma determinación con la que, hace ya muchos años, se prometió a sí mismo que dejaría atrás el entorno hostil en el que le tocó crecer.
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